Las mil y una caras de la locura

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Voces de la locuraTodo empezó como un sueño. Una utopía mesiánica que convertía a su protagonista en un enviado celestial capaz de cambiar el mundo a través del amor. A principios de 2003, Vicente Rubio comenzó a rodar una película sobre este delirio de grandeza y acabó grabando su propia locura.

Vicente nació en Villena (Alicante) en 1971. Allí estudió Formación Profesional de Administrativo y cumplió con el servicio militar obligatorio. Se trasladó a Madrid para estudiar Arte Dramático. Encadenó trabajos como figurante en espectáculos de parques temáticos que le llevaron desde Londres hasta Japón. De vuelta en España, compró una cámara de vídeo. Quería montar una productora, pero tenía poco más de treinta años y se encontraba solo. Bloqueado. Empezó a concebir ideaciones místicas. Su timidez le encerró cada vez más en el mundo interior de sus creencias. Así nació el sueño de salir en busca de un alma gemela para cambiar el mundo. Y decidió grabar el viaje. Entre “voces y experiencias de sensibilidad, espiritualidad, posesión y energía”, acabó metido en la piel del personaje que creía estar interpretando. La idea inicial de la película se tornó en autorretrato de su inmersión en la esquizofrenia.

El estallido surgió en septiembre de 2003. Había llegado a creer que estaba poseído por un espíritu y concluyó que la única manera de deshacerse de él era estamparse contra una pared del pasillo de la casa de sus padres. Se lanzó a toda velocidad hasta darse de bruces contra el muro. Su hermana presenció la escena y llamó a una ambulancia. Vicente ingresó voluntariamente en una unidad psiquiátrica de agudos. Acabó aceptando un tratamiento farmacológico de largo recorrido y la rehabilitación ambulatoria en un centro de salud mental. En paralelo, siguió grabando la evolución de su enfermedad. Habló con expertos que repetían ante su cámara: “Resulta complicado saber con exactitud las causas del nacimiento del delirio”. El documental es un viaje de entrada y salida del túnel que terminó de rodarse en 2009. Se titula Solo y ha sido premiado en varios festivales.

Vicente Rubio tiene hoy canas en el cabello y una enigmática mirada verde. “Mis dos hijos saben que papá sueña despierto. La locura nunca duerme. Solo es una forma de prolongar el sueño. Recuperar la ilusión por vivir, por hacer cosas, tener la voluntad y el apoyo de los demás me ayudaron a salir adelante”.

En 2016 se cumplen 30 años de la ley de sanidad que dio pie al cierre de los manicomios en España

Vicente forma parte del comité asesor de personas con enfermedad mental de la Confederación Salud Mental España, reunido recientemente en la sede madrileña de esta asociación que engloba a 41.000 familias españolas. Basilio García ejerció de coordinador durante la reunión. Y dijo ante sus compañeros: “El empleo es la piedra filosofal de la recuperación. Yo pertenezco al 15% de los diagnosticados con esquizofrenia que tienen trabajo estable”.

Basilio García es un ceutí de 45 años, nariz aguileña, perilla poblada y cráneo despejado. Lleva 20 años conviviendo con la esquizofrenia. “Recibí el diagnóstico y me dieron por desequilibrado. Pero no es el final de nada”. Encontró un aliado en el tenis de mesa. Recuperó la autoestima y la rutina diaria. Años más tarde logró la oposición a una plaza de auxiliar administrativo. “Yo no me veo como un loco. He tenido paranoias y alucinaciones acústicas. Hoy sigo tomando medicación y estoy al otro lado, intentando ayudar a otras personas”.

Tras la reunión, Basilio y sus compañeros celebraron el Día de la Salud Mental. En un salón del Ateneo de Madrid reclamaron la prevención y la eliminación del estigma vinculado a la enfermedad mental, que afecta a una de cada cuatro personas a lo largo de su vida. Basilio, Vicente y el resto de sus colegas también exigieron menos paternalismo hacia ellos y más conocimiento de su realidad. “Solo se habla de nosotros cuando hay un suceso. Cuando ustedes, los periodistas, ponen en una noticia el apelativo de esquizofrénico a una persona que comente un delito violento, lanzan el mensaje de que todos los diagnosticados de esquizofrenia son peligrosos, pero menos del 3% de quienes reciben este diagnóstico u otras psicosis cometen actos violentos”.

Ángel Urbina también forma parte del comité asesor de la Confederación Salud Mental España. Tiene 49 años y lo que más llama la atención de su rostro son esos ojos chispeantes que escrutan lo que se ve y lo que no se ve. “Energías”, lo llama él. Al poco de cumplir 20 años, este gaditano perfeccionista que estudiaba Ingeniería en Sevilla sufrió su primera crisis. Una noche del verano de 1990 empezó a sentir que escuchaba desde la cama voces que parecían venir del piso de arriba, “como si atravesaran las paredes”. Así entró en el mundo de las visiones y voces que pueblan su mente.

Le diagnosticaron esquizofrenia paranoide. Luego llegó la “psicosis atípica”, según los doctores. Peleó por retomar los estudios universitarios. “Los médicos dijeron que jamás terminaría la carrera. Nunca les creí. Los cambios en la medicación me permitieron avanzar”. Se licenció como ingeniero industrial en 1996 y se casó al año siguiente. El matrimonio se trasladó a Tarragona por una oferta de trabajo que él encontró en la petrolera Repsol. Allí han vivido hasta hoy y en esa misma compañía sigue trabajando Ángel. Allí también ha nacido su hija, que hoy tiene 13 años. “Nunca me he planteado miedos ante la carga genética que pueda recibir mi hija por lo que a mí me pasa. En este aspecto, resulta más importante el ambiente donde uno se desarrolla que la carga biológica”.

Ángel salió del armario en su trabajo hace cinco años. Quienes hacen públicas sus problemáticas de salud mental lo llaman así: “Salir del armario”. Prevalece el miedo ante lo desconocido. “Un trato más humano por parte de los doctores ayudaría mucho a quienes vivimos estas experiencias. Es bueno que cuenten con nuestro punto de vista. Algunos se quedan en el camino, pero también hay supervivientes”.

LOS OLVIDADOS

“Todos los trabajadores de salud mental deberían probar los neurolépticos para ver lo desagradables que son sus efectos”. Gonzalo

Manolo es un madrileño bajito y risueño. Tiene 69 años y desde hace cuatro vive en la unidad residencial de larga estancia del Instituto Psiquiátrico José Germain de Leganés, al sur de Madrid. Para llegar a su habitación compartida hay que cruzar un pasillo donde a mediodía espera el primer turno de almuerzo un grupo de los 94 residentes. La mayoría son de edad avanzada y todos tienen una enfermedad mental grave diagnosticada. “¡Guapa y guapa!”, grita una de las pacientes a la enfermera que ayuda a levantarse a un anciano que acaba de orinarse encima.

A Manolo le encanta jugar a la lotería. Su mayor ilusión es que le toque una primitiva para irse a vivir con su novia a otro sitio. Su autor literario favorito es Julio Verne. Sueña con escribir un libro sobre sus propias desventuras. Tiene dos hijos que le visitan en estas instalaciones y una pensión de 858 euros. “Aquí vivo bien, pero algunos compañeros están fatal”.

La doctora Carmen Leal, coordinadora de cuidados residenciales de este departamento, admite que tienen la ocupación al completo. “El grado de capacidad determina mucho el ingreso en la larga estancia. Muchos de nuestros pacientes podrían pasar perfectamente a instalaciones geriátricas. Pero, cuando conocen el diagnóstico, no los quieren en esos lugares”. Gonzalo Monedero, responsable de esta unidad hospitalaria, incide: “La larga estancia está saturada porque prevalece un estigma en las residencias de la tercera edad en torno a los enfermos mentales. Siempre que puedan, es mejor que vuelvan a casa o a lugares más normalizados de tratamiento y rehabilitación”.

El doctor Monedero es un psiquiatra de 54 años que asegura haber probado los medicamentos neurolépticos o antipsicóticos para conocer de primera mano lo que receta. “Es algo que recomiendo a todos los profesionales de salud mental, para ver lo desagradables que son sus efectos”. Monedero llegó al José Germain interesado por la historia que atesora este centro, una de las primeras instituciones en llevar a cabo la reforma psiquiátrica española de los años ochenta.La antigua Casa de Dementes de Santa Isabel, fundada a finales de 1851 como manicomio, evolucionó a finales del siglo pasado de servicio hospitalario a prestar atención principalmente ambulatoria. Además del complejo que alberga al centenar de camas de larga estancia, la institución cuenta con la finca Santa Isabel, donde estaba la antigua casa de dementes y hay camas para medio centenar de pacientes de media estancia. El José Germain, dependiente de la Comunidad de Madrid, es también centro de salud mental, hospital de día y centro ambulatorio de tratamiento y rehabilitación, aspecto este último que constituyó el germen de la reforma.

En 2016 se cumplen 30 años de la aprobación de la Ley General de Sanidad 4/1986, de 25 de abril. La norma ejerció como espoleta de la reforma que determinó en España el cierre de los viejos manicomios. Los tratamientos comenzaron desde entonces a desarrollarse bajo el control de los centros de salud mental. Los antiguos hospitales psiquiátricos se reconvirtieron en centros de rehabilitación y nacieron las minirresidencias. La reforma integró en el sistema sanitario general los servicios especializados para su coordinación con la atención primaria y la asistencia social. El desarrollo competencial autonómico determinó la ejecución desigual de la reforma. Y, como insisten desde la Confederación Salud Mental España, el peso acabó recayendo sobre las familias: “En el 80% de los casos, los familiares se han convertido en cuidadores informales”.

En 1986 existían 108 hospitales psiquiátricos en España. En 2012, el Sistema Nacional de Salud contabilizaba 99 centros de larga y media estancia. El número de camas se ha reducido desde las 30.702 de 1986 hasta las 11.963 de 2011. “Esta hospitalización específica ha permanecido para un perfil que no tiene alternativa mejor por la complejidad de su conducta y de su psicopatología o el consumo asociado de determinadas sustancias”, explica Álvaro Romero, director del Instituto José Germain. “Los destinatarios de un servicio como el que prestamos son personas a las que no les queda otra alternativa por su mala adherencia a los fármacos, una escasa conciencia de la enfermedad o altos niveles de dependencia y vulnerabilidad. El hospital psiquiátrico concilia mejor la seguridad, atención óptima y autonomía del paciente, durante el menor tiempo posible y buscando siempre la entrada y la salida”.

LA REVOLUCIÓN

«¿Quién va a hablar mejor de la locura que nosotros los locos?”. Pedro

Como cada mañana durante los días laborables, Laura sale en busca de Pedro hasta su casa en un barrio acomodado de Valladolid. Laura tiene 34 años y es psiquiatra. Pedro tiene 23 años y una psicosis diagnosticada. Pedro no va a la consulta de Laura. Ella sale en su busca. “El objetivo es que recupere la ilusión por las cosas actuando en su entorno”.

Laura Martín López-Andrade es una granadina que llegó a Valladolid en 2006 para formarse con referentes como Fernando Colina, uno de los líderes de la reforma sanitaria durante los ochenta. El doctor Colina dirigió el hospital Doctor Villacián desde 1985 hasta su cierre en 2010. Allí prendió la llama del Colectivo Villacián, formado por profesionales que nutrieron a varias hornadas hacia una labor menos farmacológica y más asertiva. Laura cursó en 2009 el cuarto año de residencia en Trieste, reducto italiano de la psiquiatría comunitaria de Europa. A su regreso, tomó, junto a otros jóvenes estudiantes, el testigo del Colectivo Villacián. El grupo dio forma al movimiento La Revolución Delirante. Laura resume así uno de sus postulados: “Los profesionales hemos de conocer qué le pasaen lugar de qué tiene el enfermo. La sociedad tiene que aceptar la locura”.

Laura fundó en enero de 2013 el Centro de Intervención Comunitaria (CIC) con el apoyo del doctor Colina, quien tras el cierre del Villacián se convirtió en jefe del servicio de psiquiatría del hospital universitario Río Hortega de Valladolid. El objetivo del CIC, dependiente de este centro de titularidad pública, es la atención intensiva a la enfermedad mental grave. Hasta 38 personas se benefician hoy de sus servicios, brindados por nueve mujeres. El equipo del CIC está formado por psiquiatras, psicólogas, enfermeras, auxiliares de enfermería y una terapeuta ocupacional. “Queríamos dar la vuelta a la dinámica de la inyección y una visita cada dos meses al especialista”, dice Laura. Ella y su equipo actúan como “agentes del mantenimiento del deseo”.

Para ello salen del diván a la calle. Van a por los pacientes a sus casas. Planifican su jornada laboral en función de las actividades a las que pueden acompañarles. “Más allá del diagnóstico, nos centramos en las necesidades fomentando la escucha, ya que la psicosis dificulta el lenguaje y el deseo. Favorecemos la emancipación de los síntomas, intentando que sean libres de la propia psiquiatría y a veces de las propias familias para mantener una relación sana. Trabajamos para que no nos necesiten”.

Lograrlo requiere implicarse hasta el tuétano. Algunos profesionales que han pasado por el CIC abandonaron por el camino. Carmen, auxiliar de enfermería de 52 años, llegó por una oferta en la bolsa de trabajo sin mucho interés. Pero se enganchó. Ha visto resultados en personas que venían en un estado muy difícil. “Lo nuestro es alta costura en salud mental”, dice Rosa, otra auxiliar de 57 años y sonrisa permanente. En estos casi tres años de vida del CIC han gestionado 150 casos. Pedro es uno de ellos.

Cuando Laura va a buscarle a su casa una mañana fría y lluviosa, Pedro revisa en su ordenador unas canciones de rap de producción propia. Luce barba de varios días y el pelo alborotado. Durante la adolescencia, devolvió el bullying que sufrió siendo niño. Primero llegaron las peleas. Luego, el alcohol y las drogas. Una mala experiencia con el éxtasis le llevó a experimentar alucinaciones con la violencia y el sexo. “Fue el viaje espiritual de un alma rota. Yo era un niño muy sensible. Me diagnosticaron psicosis por tóxicos hace cuatro años. Estuve ingresado en una unidad de agudos e intenté suicidarme allí dentro. Cuando salí, me recomendaron venir al CIC. Aquí me han ayudado a tener ilusión. Voy al psiquiatra cada dos meses, pero la terapia con Laura es más constante. A ella le he enseñado mis canciones. Ahora intentamos grabar un disco con ellas”. Su nombre artístico es Pedradas.

El CIC se rige por un funcionamiento ambulatorio, de 9.00 a 17.30. Al mediodía, los bajos que ocupa en una esquina del hospital Río Hortega de Valladolid están llenos de vida. Aquí también ha nacido otra revolución: la del colectivo Fuera de la Jaula, formado por diagnosticados con enfermedad mental. Ellos prefieren definirse como “personas con malestar psíquico”. El colectivo puso primero en marcha un programa de radio comunitaria que hoy se emite desde la delegación vallisoletana de Radio Nacional de España. Cada jueves, de 13.10 a 13.30, cuentan con un espacio de 20 minutos “para batallar contra el estigma”.

Pedro forma parte de Fuera de la Jaula. Como cada miércoles, se dispone a grabar el programa con sus colegas. Preparan los contenidos en la sede del CIC antes de trasladarse al estudio de radio. Quique, de 59 años, cuya gran timidez y la aproximación a la sexualidad derivaron en conflictos que acabaron en diagnósticos psiquiátricos graves, charla con Pedro.

Quique. Antes hablábamos menos de psiquiatría en el programa y era más divertido.

Pedro. ¿Y quién va a hablar mejor de la locura que nosotros los locos? La locura es más interesante como concepto que la enfermedad mental. Es como una historia…

Quique. ¡Es una mierda! Volverse loco es un fracaso de la leche. Dicho lo cual, dame pan y llámame tonto.

Más tarde seguirán debatiendo, pero frente al micrófono. Bajo la supervisión de Paco Alcántara en el control de realización, preparan sus intervenciones Carmen, Baruque, José Carlos, Manu, Guille, Nuria, Andy, Pedro y Quique. Todos pacientes del CIC. Carmen entona el lema del programa: “Mi psiquiatra está mucho mejor desde que escucha Fuera de la jaula”. La tertulia está coordinada por Guille, de 26 años, anchas espaldas, perfil griego y un diagnóstico de trastorno bipolar. Durante la etapa universitaria, tras coquetear con los porros, Guille empezó a encadenar ingresos en unidades de agudos. Entró en el CIC hace año y medio. Hoy se medica con litio, pero toma la quinta parte de dosis que antes de llegar a este centro. Él mismo ha encontrado el equilibrio en la cantidad de fármacos. “Me gustaría convertirme en agente de apoyo mutuo en hospitales, una figura que existe en Estados Unidos y en Irlanda”.

Carmen sigue con la tertulia: “Una vez que entras en contacto con la psiquiatría, pierdes la credibilidad. Por ejemplo, con la policía”. Guille pregunta: “¿Escuchamos y nos sentimos escuchados?”. Andy responde: “De por sí, cuesta escucharse a uno mismo”. Nuria concluye con su voz áspera: “No necesito que interpreten mis necesidades ni que me guíen más que el hecho de la palabra en sí misma”.

Más de un millón de personas padecen en España una enfermedad mental grave. La esquizofrenia afecta al 0,7% de la población (400.000); el trastorno bipolar, al 0,5%. Más de la mitad de quienes necesitan tratamiento no lo reciben y un porcentaje significativo no accede al adecuado. Depresión y ansiedad son los trastornos más comunes: uno de cada cuatro españoles padece la primera; un 17,48%, la segunda. “Los centros de salud mental están desbordados”, afirma el doctor Colina, jefe de psiquiatría en el hospital Río Hortega de Valladolid. “Habría que romper el modelo. A los centros de salud mental van los derivados por el médico de primaria, la mayoría con angustia y depresión. Caben dos soluciones: separar dos centros, con uno asertivo y comunitario para patologías más graves, o bien avanzar en que los psicólogos colaboren en la atención primaria y se quede allí el tratamiento de trastornos más comunes. A los centros de salud mental solo deberían ir los pacientes más graves”.

LOS ESCUCHADORES DE VOCES

“La locura tiene una función social”. Patricia

Patricia Rey es una asturiana que nació en 1973 y a los 19 años, “de forma muy florida”, sufrió su primer brote psicótico. Aquel episodio de alucinaciones visuales y sonoras le llevó a su primer ingreso en una unidad de hospitalización psiquiátrica de agudos. “Permanecí varios días aislada, sin contacto con el exterior, sometida a un contexto de violencia, con contenciones mecánicas y químicas”.

Explotó por un cúmulo de circunstancias. Le dijeron que padecía esquizofrenia. “El diagnóstico en sí es traumatizante. He oído voces, he sentido ansiedad y depresión. Pero para algunas personas, experiencias como la escucha de voces suponen un don si no son peligrosas. Sería interesante que no te enjareten un diagnóstico cuando lo que te ocurre es una experiencia humana. La locura tiene una función social. Nos advierte de lo que no está bien”.

Hace unas semanas, Patricia pasó por la casa de Sara Toledano, psicóloga cordobesa afincada en Madrid, para ultimar los preparativos del 7º Congreso Mundial de Escuchadores de Voces,que se celebró días más tarde en Alcalá de Henares. Patricia y Sara forman parte de Entrevoces, la red española organizadora de la última edición de este congreso promovido por el movimiento global Intervoice, que aglutina a centenares de grupos en más de 25 países dedicados al estudio, educación e investigación sobre la escucha de voces. “Pasé mucho tiempo buscando mi tribu”, dice Patricia. “Formamos un espacio donde se da validez a mis experiencias. Y aprendemos a cómo convivir con la locura. En una de mis últimas crisis fui atendida por compañeros de la red española, en lugar de ingresar en una unidad de agudos”. Como explica Sara, el fin de este colectivo es “la gestión efectiva del sufrimiento humano”.

Olga Runciman, hija de madre danesa y padre argentino nacida en Arabia Saudí, es una de las altas representantes de la red global Intervoice. Durante el reciente congreso mundial, iba de un lado a otro de las instalaciones del Parador de Alcalá que acogió el evento hablando con algunos de los más de 400 asistentes –200 se quedaron en lista de espera– llegados desde múltiples rincones del planeta. “Quienes escuchan voces son diagnosticados de esquizofrenia”, dice Olga. “Pero desde Intervoice defendemos que no es una enfermedad, sino un problema relacionado con experiencias traumáticas”.

En 2016 se cumplen 30 años de la ley de sanidad que dio pie al cierre de los manicomios en España

Olga cuenta que empezó a escuchar voces a los cinco años. “Al principio pensé que era Dios. Luego perdí la fe y aparecieron otras voces. Habían abusado de mí cuando era pequeña en el colegio y aquel trauma regresó a mi mente más tarde. A los 34 años me diagnosticaron esquizofrenia paranoide. Dijeron que sería una enferma crónica y me dieron por incapacitada. Durante 10 años tomé mucha medicación que mató mi alma. Babeaba, era como un zombi. Mientras escribía una carta de despedida para mi familia diciendo que ya no quería vivir más, decidí abandonar los psicofármacos. Hoy llevo 10 años sin medicación y he recuperado las riendas. Mis voces y yo formamos un colectivo donde la jefa soy yo”.

Entre la nutrida asistencia de ponentes al 7º Congreso Mundial de Escuchadores de Voces también estuvo Robert Whitaker, autor de los libros Mad in America y el recientemente publicado en EspañaAnatomía de una epidemia (Capitán Swing), una escalofriante investigación sobre la evolución de la industria psicofarmacológica y el aumento de las enfermedades mentales. En línea con Whitaker, el psicoanalista Darian Leader, miembro fundador del Centre for Freudian Analysis and Research en Londres, apunta en Qué es la locura (Sexto Piso): “El éxito aparente de los fármacos contribuyó a que se desviara la atención de los procesos mediante los cuales un paciente podía mejorar sin medicación”.

Rodrigo Fredes, chileno de 49 años y miembro del colectivo Locos por Nuestros Derechos, también vino a Alcalá para participar en el congreso mundial. Rodrigo se define como un “superviviente de la psiquiatría”. Y proclama: “La formación de profesionales en esta materia está secuestrada por los intereses de las farmacéuticas”. Carina Hakansson, fundadora de Family Care Foundation en Suecia, reflexiona: “Debemos reaccionar ante la práctica de dar diagnósticos sin pasar suficiente tiempo conociendo a un paciente”.

Entre los asistentes al congreso también se encontraban profesionales como Mariano Hernández, expresidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN). Para Hernández, la nueva reforma que completaría la que arrancó en España hace 30 años debería centrarse en “contar con la vinculación de los pacientes experimentados en nuestro trabajo”. Para su sucesor al frente de la AEN, Mikel Munárriz, “el reto es que las personas diagnosticadas recuperen la autonomía; ayudarían más tratamientos psicosociales frente a los farmacológicos”. Paula Tomé, de Radio Prometea, también alzó la voz en Alcalá. Ella aboga por un “orgullo de la locura, porque el sufrimiento mental forma parte de la vulnerabilidad humana”. Dolors llegó desde Barcelona con otros tres representantes de Radio Nikosia, colectivo alumbrado en sintonía con Radio La Colifata de Argentina. Y concluyó: “Tenemos que hablar de personas, no de diagnósticos ni de etiquetas”.

UN PASILLO ENTRE DOS PUERTAS ROJAS

“Lo más complejo de este trabajo es realizar una contención mecánica”. Juan Antonio

«Esta música es muy importante”. Juan Antonio, celador de 41 años y brazos hercúleos, sube el volumen de unos altavoces que reproducen canciones de Enrique Bunbury. Hasta hace pocos minutos, la banda sonora de la unidad de hospitalización breve del madrileño hospital universitario de La Paz era el silencio. La jornada arranca a las ocho de la mañana con la apertura de puertas de las habitaciones y las rutinas de higiene. Con las manos cubiertas por guantes de látex, Juan Antonio ofrece un vasito de plástico con jabón líquido a una paciente.

La unidad de hospitalización breve de La Paz está integrada en los recursos de salud mental de este centro sanitario público y funciona como dispositivo para casos “en situación de descompensación aguda”. Ocupa un estrecho pasillo de una treintena de metros en un semisótano, flanqueado por dos portones rojos que permanecen cerrados con llaves electrónicas de seguridad. Solo el personal médico autorizado puede abrirlas. Salvo por las dos horas de visita diarias, de cinco a siete de la tarde, todo funciona aquí dentro en régimen cerrado y de aislamiento. El aséptico corredor alberga 21 camas distribuidas en tres estancias individuales y nueve habitaciones dobles. Todas cuentan con baño incorporado y dentro no hay espejos ni objetos punzantes. Las ventanas son de cristal irrompible. Los sanitarios, de acero inoxidable. Las alcachofas de las duchas están integradas en el techo por obra de mampostería, marca de la casa, para evitar tentativas de suicidio. “No se ha llegado a materializar ninguno desde la inauguración del dispositivo en 2002”, dice el coordinador, Jesús Marín.

Todas las habitaciones y zonas comunes están vigiladas por cámaras de seguridad. A primera hora, varios ingresados transitan por el corredor. Vestidos con pijamas de color celeste, caminan bajo los efectos de una fuerte medicación. Sus rostros son el vivo retrato de la crisis psiquiátrica en su estado más agudo.

El manejo farmacológico de los internos lo deciden los médicos, que también cuentan con otros tratamientos como la terapia electroconvulsiva. “Lo más complejo de este trabajo es realizar una contención mecánica”, dice Juan Antonio, el celador de brazos hercúleos que comparte tareas con otros 10 colegas de la misma especialidad. El resto del equipo está formado por tres psiquiatras, cuatro residentes, ocho enfermeras con una residente por turno, 11 auxiliares, una terapeuta ocupacional, una auxiliar administrativa, una trabajadora social y un psicólogo a tiempo parcial. En un despacho donde se custodian diversas medicaciones hay colgadas sobre la pared un manojo de correas y cinchas para realizar las contenciones mecánicas. “Antes de inmovilizar, la pauta es hacer una buena contención verbal”, explica Olga San Martín, supervisora de enfermería. “Solo como último recurso se lleva a cabo la contención mecánica”.

En una estancia del puesto de enfermería, los encargados de vigilar la guardia de la noche cuentan a los del turno de mañana las vicisitudes de las últimas horas. “Francisco, de la habitación 10.2, padece esquizofrenia paranoide. Está ingresado por alteraciones en la conducta. Había entrado en un estanco diciendo que era suyo y que iba a reorganizar el personal. Anoche rechazó el parche de nicotina que le ofrecimos ante su petición de fumar. Tomó Risperdal y rechazó Tranxilium y Orfidal”.

Trastornos de la personalidad. Bipolaridad. Depresivos crónicos. Esquizofrenias paranoides. Estados psicóticos… Son algunos de los cuadros de un viernes invernal. “La mayoría de diagnosticados con enfermedad mental están en otras unidades”, dice María Fe Bravo, jefa del servicio de psiquiatría de La Paz, departamento reconocido recientemente como el tercero entre los mejores de España según el análisis del Monitor de Reputación Sanitaria. “La hospitalización breve atiende los momentos específicos de crisis”.

Unas 450 personas mayores de 18 años pasan cada año por esta unidad de agudos. Su estancia dura una media de 15 días. La mayoría proviene del servicio de urgencias del hospital. También llegan trasladados por el 112 y desde los juzgados. El 50% de entradas son voluntarias. Una comisión judicial ratifica o rechaza los ingresos involuntarios. La doctora Bravo vigila al milímetro con otros facultativos cada uno de los perfiles ingresados en agudos. Para muchos se trata de su primer brote psicótico. “Una cosa es dar con el diagnóstico y otra acertar con el tratamiento”, dice Bravo. “Nuestro objetivo es tratar bien al paciente y que su estancia en agudos sea lo más breve posible”.

LA RED SOCIAL

“Abusar de cualquier actividad tiene sus riesgos. Yo me aislé en el Antiguo Testamento”.Israel

Lola, de 32 años, es la cantante de la banda Repercusión. Tiene diagnosticado trastorno bipolar y esclerosis múltiple. Por su “incapacidad absoluta” recibe 1.200 euros de su antiguo sueldo de educadora. Además de la música, hay más cosas que ocupan el tiempo de Lola. Por ejemplo, sus actividades en el Centro de Rehabilitación Psicosocial (CRPS) de Alcalá de Henares.

Este CRPS, dependiente de la Consejería de Familia y Asuntos Sociales de la Comunidad de Madrid, está rodeado de edificios con soportales en el barrio alcalaíno de Puerta de Madrid, antiguoterritorio comanche. Su inauguración en 1989 en otras instalaciones supuso el nacimiento de la red madrileña de atención social a personas con enfermedad mental, que hoy cuenta con más de 6.000 plazas y un presupuesto que en 2015 llegó a los 64 millones de euros. El CRPS de Alcalá se trasladó en 1996 a este barrio y atiende a un centenar de personas con enfermedad mental grave. Cuenta con tres psicólogas, una trabajadora social, una terapeuta ocupacional y tres educadoras. El jefe de todo esto es Juan González Cases: “El tratamiento farmacológico es imprescindible, pero hace falta mucho más para vivir en comunidad”.

En una de las aulas del centro, un grupo asiste a primera hora a un taller para adquirir consciencia de su diagnóstico. En otra sala, una terapeuta ocupacional coordina actividades de búsqueda de empleo. “Conseguirlo es clave para ellos”, dice González Cases. “Pero hay que intentar que lo logren en un contexto competitivo”. Israel es uno de los asistentes a este taller de oportunidades laborales. Tiene 27 años y, junto a otros compañeros del CRPS, también imparte clases de ajedrez a niños problemáticos del barrio.

Israel creció bajo una gran influencia de la Iglesia evangélica. Tras acabar la educación secundaria, se matriculó en Filología Inglesa, pero empezó a retirarse cada mañana al borde de un río. Embebido en sus creencias religiosas, desarrolló delirios místicos y acabó con un diagnóstico de esquizofrenia. “Abusar de cualquier actividad tiene sus riesgos”, dice Israel. “Yo me aislé en el Antiguo Testamento. En este CRPS he encontrado a gente que me alegra la vida”. Su compañero en los talleres de voluntariado de ajedrez es José, que tiene 43 años y un diagnóstico de esquizofrenia paranoide. “Aquí he aprendido a ser más autónomo”.

A unos kilómetros de aquí hay otras personas que también aprenden cada día a ser más autónomas. Se llaman Eloy, José Luis y José Manuel. Son compañeros de piso. La vivienda que ocupan en Leganés es una de las siete tuteladas por los profesionales del Instituto José Germain en régimen de alta supervisión. “Todos los habitantes de estos pisos han sido diagnosticados con enfermedad mental gravísima”, explican los psicólogos Ananías Pastor y Andrés Blanco. “Lo normal es que estuvieran hospitalizados en larga estancia. Los pisos tutelados son la alternativa a esas estructuras”.

Eloy tiene 36 años y lleva cinco viviendo en este piso de dos habitaciones en el centro de Leganés que comparte con José Luis y José Manuel. “Después de muchos ingresos hospitalarios, varios de ellos en larga estancia, en esta casa encontré la libertad de la independencia, una vida lo más normalizada posible”. En la cocina hay tres carros de la compra, uno de cada inquilino. Los tres se organizan sus desayunos, comidas y cenas. Se reparten las tareas de orden y limpieza con la ayuda y supervisión de un psiquiatra, un psicólogo, una enfermera y dos auxiliares. Por las mañanas acuden a pie hasta el Centro Ambulatorio de Tratamiento y Rehabilitación (CATR) del José Germain. Allí toman la medicación y se dedican cada uno a sus actividades, en las que coinciden con otros pacientes de diversas unidades. Talleres de carpintería, audiovisuales, cocina… A este CATR también vienen José Antonio, Juan Carlos, Olalla… Olalla es una malasañera de 44 años que vive como puede con una pensión no contributiva de 350 euros. Antes de entrar en el taller de audiovisuales comenta su sueño: “Recuperarnos”.

EL DOBLE ESTIGMA

“Nosotros hemos cometido un delito de sangre caliente. En los otros módulos penitenciarios están los que lo han hecho a sangre fría”. Miguel

Al centro penitenciario de Brians 1 se llega por un carril de tierra que nace en el kilómetro 23 de la carretera de Martorell a Capellades (Barcelona). Desde el patio de su módulo psiquiátrico se divisan algunos picos de las montañas de Ordal, tupidas de espesa vegetación bajo un radiante sol de invierno. Pero a media mañana, lo que más llama la atención aquí dentro es la mirada de Miguel. Sus ojos son los de un tipo duro que probablemente ha tenido grandes dosis de mala suerte. Su cuerpo y su rostro de púgil son los de alguien que ha dado con sus huesos en la cárcel, si bien ha debido de hacerse respetar sin reparos entre rejas. Al estigma asociado a la esquizofrenia que tiene diagnosticada desde los 19 años, Miguel ha de unir el de ser un recluso. Le cayeron diez años y medio de condena. Hoy tiene 40 y le queda uno para salir. “Al haber estado catalogado por dos aspectos negativos, ahí fuera te consideran persona non grata. Pero nosotros hemos cometido delitos a sangre caliente. En los otros módulos están los que lo hicieron a sangre fría”.

El módulo psiquiátrico de Brians 1 se ­inauguró en 2003 para atender las necesidades penitenciarias en esta especialidad de toda Cataluña. Fruto de un acuerdo entre las Consejerías de Salud y Justicia con la Orden de San Juan de Dios que gestiona el recinto en régimen de concierto, tiene capacidad para albergar a 67 pacientes de los 1.300 internos del centro penitenciario. La unidad ocupa 4.000 metros cuadrados en un extremo aislado de la prisión. Cuenta con 10 camas para ingresos agudos en sendas estancias individuales monitorizadas por cámaras de vigilancia. En la zona de subagudos hay 27 camas para estancias de tres a seis meses. El resto de plazas están previstas para la rehabilitación de larga estancia. Salvo en la zona de aislamiento, las habitaciones son dobles y están separadas por sexos. Todas tienen rejas en las ventanas y disposición similar a las de un hospital de salud mental.

Las instalaciones cuentan con talleres de informática, de lavandería, de artes plásticas o de encuadernación. En este último, los usuarios suelen manipular una gran guillotina. “El riesgo cero no existe. Sin riesgos no hay rehabilitación”, explica Álvaro Muro, coordinador de esta unidad. “Estos talleres no son ocupacionales, sino terapéuticos”. El doctor Muro supervisa a un centenar de profesionales sanitarios repartidos en tres turnos de mañana, tarde y noche que operan las 24 horas del día 365 días al año, bajo la vigilancia de una treintena de funcionarios que controlan la seguridad. Vicens, de 53 años, es el encargado de estos últimos. “El funcionario que trabaja aquí cuenta con formación específica. Prevalece el carácter asistencial”. Como explica Juan Carlos Navarro, director de todo el centro penitenciario de Brians 1, “el criterio de entrada y salida del pabellón psiquiátrico es estrictamente médico”.

El doctor Muro está convencido de la existencia de una mayor proporción de problemas de salud mental dentro de las cárceles que fuera de ellas. “La prisión en sí misma puede condicionar que algunas patologías se expresen más. Si la tasa media de esquizofrenia es del 1%, en las prisiones oscila entre el 5% y el 15%. La patología depresiva se multiplica por 10. Otro asunto es que en el anteproyecto de la última reforma del Código Penal había una parte dedicada a las medidas de seguridad según la cual, por el hecho de padecer enfermedad mental, un paciente podría llegar a pasar más tiempo de reclusión que otra persona sin enfermedad mental a la que se le impusiera una pena. Hubo oposición desde muchos sectores y, afortunadamente, este aspecto no salió adelante en el proyecto de ley. La enfermedad mental no condiciona mayor riesgo. Nosotros trabajamos aquí sin juzgar”.

El Código Penal establece que las personas con trastorno mental que cometen un delito son inimputables, correspondiéndoles medidas de seguridad en un establecimiento adecuado al tipo de alteración psíquica. En España, dichos centros son el hospital psiquiátrico de Alicante, el de Sevilla y esta unidad de Barcelona. El estudio Salud mental e inclusión social. Situación actual y recomendaciones contra el estigma, publicado recientemente por la Confederación Salud Mental España con financiación del Ministerio de Sanidad, asegura: “La población reclusa que convive con un trastorno mental acarrea un doble estigma: el asociado a su trastorno mental y el asociado al medio penitenciario”.

Puri es una de las pacientes del psiquiátrico de Brians 1. Tiene 32 años y nació en Tarrasa. Consumió muchas y variadas drogas desde los 12 años y entró en el pabellón de mujeres tras cometer tres robos con violencia. Lleva casi seis años encerrada y le quedan dos y un día. Su ingreso en esta unidad llegó determinado por un trastorno de personalidad límite. Le costó adaptarse. Un día se pegó un tajo con la cuchilla que le dejaban para depilarse y casi no lo cuenta. Su compañera de habitación la encontró desangrándose sobre el suelo del baño. “Me empalmaron la vena y me salvaron la vida. Hoy prefiero estar aquí antes que en un módulo normal. He mejorado mucho. Llevo cuatro años sin consumir drogas. Cuando sea libre, espero estar con mis dos hijas, que ahora tienen 13 y 6 años”.

Mario, de 44 años, también dice que no creía en la psiquiatría cuando le trajeron aquí. “Pienso que ahora me están aconsejando bien. Yo convivía con una esquizofrenia diagnosticada por mi consumo de drogas desde los 12 años, pero aquí me han dicho que no tengo nada y me están quitando la medicación”. A Rodrigo, con 21 años y 34 delitos por agresiones y robos a sus espaldas, le quedan cuatro meses para salir. “Espero reencontrarme con mi familia. Y estudiar geriatría. Me gusta dar cariño a la gente”. Juanmi es de Martorell y tiene 45 años. Está aquí por robo con intimidación y violencia. Le pegó duro al alcohol y a las drogas y hoy padece cirrosis. También tiene diagnosticado un trastorno esquizoafectivo bipolar. “En esta unidad estás más protegido por los médicos y enfermeros que en otros módulos. Me gustaría acceder al tratamiento para mi dolencia hepática y reencontrarme con mi hija”.

Miguel, el corpulento cuarentón con la mirada más cautivadora del patio, tiene un sueño para cuando salga dentro de un año. “Ser militar. Aunque solo sea haciendo la comida. Estar en un cuartel de la Legión”. Y Mario, si no un sueño, al menos alberga un deseo: “Aprender el funcionamiento de los sentimientos y las emociones. Las he tenido tapadas durante demasiado tiempo”.

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FUENTE: www.elpais.com